En 1966, en su crítica escrita para el parisino Le Figaro Litteraire, el poeta Philippe Crocq acertó de pleno al señalar que Jesús Montes jamás consideró la pintura como un deber, y sí como un placer. Verdad indiscutible que explica, como ninguna otra razón, el espíritu incansable y el afán por la pintura de este autor, que un año más, nos abre las puertas de su casa convertida en una maravillosa exposición.
Como Alí Babá penetrando en la cueva oculta de la montaña, el visitante que entre este año en la casa baztanesa de Karakoetxea, descubrirá un verdadero tesoro, un botín de colores con amarillos brillantes como relámpagos, verdes amorosos, rojos vibrantes, ocres intensos y azules de precioso lapislázuli. Este año, Montes ha pintado campos y flores, paisajes de norte y de la vendimia riojana, cielos radiantes con nubes animosas, y bodegones de delicados jarrones y cestos exuberantes. No faltan marinas y algunas vistas urbanas, pero incluso en éstas domina la naturaleza como se observa en sus visiones de los jardines del Palacio de Luxemburgo. Toda la exposición refleja optimismo, alegría, ganas de vivir, de salir al campo, de apreciar y pasear por las veredas, los caminos y los montes.
Y junto a todo ello, en las caballerizas, un brutal espectáculo ecuestre. Decenas, casi cientos de caballos se arremolinan ante nuestros ojos, en una selección de obras de distintas épocas, estilos y dimensiones. ¿Cuál elegir? ¿Los ocres prehistóricos? ¿Los fogosos fauvistas? ¿Los casi vacíos? ¿Los pintados apretadamente desde el mismo tubo de pintura? Es tal este espectáculo que la sala funciona como una sola obra multiforme. Los cuadros se complementan unos a otros, se multiplican y refuerzan entre sí. Es una instalación; una épica fantasía hípica.
Estos caballos libres, que Montes dibuja como la potra de nácar de García Lorca, sin bridas y sin estribos, esos campos de flores multicolores, esas nubes que flotan a voluntad por los cielos… cualquiera, en realidad, de los motivos pintados en estos cuadros nos habla del placer. Del placer no del que mira la pintura, sino del placer del que la ha pintado, del placer del pintor. Creo que este conjunto de obras, tan abierto, tan libre, tan hermoso, solo es posible entenderlo desde ese punto de vista.
El espectador que visite este año la exposición podrá disfrutar con todas las obras. Seguramente, según sus gustos y circunstancias, preferirá tal o cual composición, pero más allá de sí mismo, este espectador debería pensar en quién ha pintado estas obras, y debería fijarse también en cómo las ha pintado. Así podrá ver lo que se encuentra en todas ellas, el secreto que ya desveló Philippe Crocq, la clave para saborear la pintura de Jesús Montes, que no es otra cosa que entender que estamos ante un hombre que pinta, que vive en realidad, por placer.
El entusiasmo que él pone en sus vivencias es el mismo que hace que sus cuadros y sus monotipos sean radicalmente apasionados. Sus colores, sus líneas de dibujo, sus horizontes, sus bodegones o sus potras y caballos rebosan, todos ellos, y en cada una de sus pinceladas, deseo, goce y placer. Así, ver esta exposición no solo es ver la obra de un pintor, es contemplar, acercarnos a intuir al menos, el placer de un pintor, de un gran pintor.
Pedro Luis Lozano Uriz
Crítico de arte