Desde que Homero relató las aventuras de Ulises, las playas de Ítaca han sido un símbolo de esperanza. Para algunos, Ítaca es el territorio de la infancia o el de la juventud, para otros es una utopía imposible y para muchos, el lugar al que volver tras las arduas tormentas de la vida.
Este año difícil, de incomunicación, miedos y preocupaciones ha supuesto una verdadera odisea. Encerrados en nuestras casas, hemos estado aislados como si viviésemos en un barco alejado del mundo. Jesús Montes ha estado también aislado pero no inactivo. Desde su particular navío, varado entre los montes baztaneses, Jesús ha oteado el horizonte y ha soñado con volver a su Ítaca personal. En su caso, a la tierra de su infancia y su juventud, a las playas del Cantábrico y a los paseos por San Juan de Luz, Fuenterrabía o San Sebastián. Todo el universo estético de la costa vasca que se presenta como un paraíso de luz, joie de vivre y divertida felicidad.
Así, como Bach creó variaciones sobre un mismo tema, Montes ha desarrollado el núcleo de su exposición anual en torno a las playas. Un tema limitado y preciso: arena, bañistas, mar, acantilados, algunos edificios emblemáticos…, poco más. Pero no hay un cuadro igual a otro. Cada obra es una propuesta nueva, diferente, individual. Montes gira sobre sí mismo, cambia la luz, los colores o la perspectiva y encuentra siempre algo nuevo, una vuelta más donde expresar y plasmar la fuerza de su pintura.
La clave de este conjunto de variaciones es el trabajo. Montes ha pintado sin descanso, tal vez porque ha encontrado en la pintura un refugio, en realidad todo un universo, donde seguir viviendo. Las playas de este año son un símbolo, un deseo de vivir, de escapar de nuestra situación y de encontrar, a través de los cuadros, una esperanza y un anhelo de mejora.
Las playas de Montes están por ello llenas de vida, de gente alegre que vuelve a reunirse y a compartir la felicidad que otorga el sol reflejado en las arenas de la playa y las olas del mar. Pero también encontramos escenas desiertas, otoñales, donde la mirada se vuelve admirativa y abstracta. En ellas deja a un lado la presencia del hombre para apreciar mejor la belleza armónica de la naturaleza, su fuerza interior. La mirada de Montes se torna romántica entonces y sus vacíos se llenan de pintura, de armonía estética, de equilibrio y de profundidad existencial.
Pero la creatividad de Jesús Montes es demasiado expansiva y por ello su exposición no se detiene en un único motivo. Como los movimientos de una sinfonía, otras estancias de la casa ofrecen distintas melodías y propuestas. Así, en las paredes del estudio recupera sus vistas de París y de Madrid y en el horno, como escondidas a las miradas indiscretas, se han refugiado sus mujeres, vendedoras de pescado en esta ocasión, que dan de nuevo un toque de humanidad a sus playas y sus costas.
Jesús Montes ha vuelto a darnos una lección tanto pictórica como vital. Su exposición es un deseo por recuperar pronto la alegría social que conocimos, pero también un ejemplo magistral de pintura, de trabajo y de esfuerzo. Cada obra está peleada, corregida y repensada. Y ese empeño intenso, presente en todos y cada uno de sus lienzos, es lo que explica finalmente el interés, la fuerza creativa de este pintor, incansable y alegre. Un artista que, incluso en un año tan difícil, ha sabido ofrecernos, una vez más, el precioso regalo de su arte y su mirada.
Pedro Luis Lozano Uriz
Crítico de arte